Antes de mudarme a Génova no sabía hablar italiano, excepto alguna forma de expresión o palabra aprendida con Duolingo (una aplicación para aprender idiomas gratis, buenísima). Con el Tano desde el principio hablamos en castellano y cuando me doy cuenta de que sería más útil practicar mi italiano, le pido que hagamos el esfuerzo y usemos su idioma. Segundos después, nuestra conversación vuelve a territorio seguro: al castellano, sin que ninguno de los dos note en que momento cambió y a pesar de nuestras mejores intenciones.
El Tano me sugería películas y canciones para ir acostumbrando el oído meses antes de subirme al avión, pero no vi ni escuché ninguna. No puedo hacer dos cosas a la vez: si estoy en la Argentina, estoy en la Argentina y hablo castellano. En Italia, eventualmente, las escucharía.
A Génova llegué así: con un puñado de palabras aprendidas en Duolingo, como vaca, amarillo y zapatos, y con una confianza grande e injustificada. No debe ser tan difícil, pensé, si el italiano es parecido al español.
No tomó mucho tiempo comprobar mi hipótesis: el primer encuentro con otros italianos fue al día siguiente de mi llegada: un picnic con dos amigos del Tano. Inhalar, exhalar: vos podés Shapi, vos podés. No entendí todo, pero me siento confiada en decir que entendí al menos un 80%. Pude incluso acotar algunos comentarios y parecer canchera al mismo tiempo, hazaña nada fácil cuando estás expresándote en otro idioma (ya me prometí a mí misma no intentar más chistes en inglés, mi experiencia hasta ahora fue catastrófica). Al único al que no le entendí una palabra durante el picnic fue al Tano. Nada. ¿Qué era esa lengua rara en la que se desenvolvía tan bien? ¿Por qué él sabía hablar italiano y yo no? ¡Cómo le cambiaba la voz! Mientras sus amigos me daban sus palabras de a cucharaditas, él las escupía como una ametralladora: salían disparadas, una tras otra, veloces, a un lugar tan alejado de mí que era imposible alcanzarlas. Solo quedaba mirar.
¡Esto es una boludez! pensé, orgullosa de mí misma. Olvidémonos del Tano, es un boludo, a los otros sí los entiendo. Por suerte no gasté más esfuerzo en aprender: ¡ya lo sé casi todo!
Unas noches después, en un aperitivo con otros amigos del Tano, pasé una hora y media tratando de descubrir cuál era la cara ideal para disimular que no estaba entendiendo un cazzo. Una hora y media en una mesa de cinco personas haciendo un esfuerzo volcánico para descifrar cuál es la cara que hay que poner cuando las palabras de los otros no me llegan, me resbalan o me rebotan, se deslizan y se prenden fuego en el aire.
Una hora y media: noventa minutos: cinco mil cuatrocientos segundos. ¿Cuál es? ¿Cuál es la cara ideal para esta situación? Mi estrategia de ir al baño con la vejiga vacía estaba agotada. Sobre la mesa, mientras tanto, los platos casi vacíos, mi vaso de Spritz también. Y era inevitable, llega un momento en el que la pajita ya no podía transportar mas líquido – porque no había más – solo aire seco y el ruido de los hielos chocándose entre sí. Miraba al Tano a mi derecha y le mandaba rayos explosivos con los ojos, celosa de su vaso de cerveza casi lleno y con furia porque no me ayudaba: él – ¡él! – estaba dentro del grupo de los incomprensibles. ¿Por qué no era más generoso, por qué no tejía sus palabras de una forma más coherente para mí? ¿Por qué no hacía el esfuerzo de incluirme?
¿Cuál es la cara que hay que poner cuando estás y daría igual si no estuvieras?
Esa noche, entendí porque me había confundido después del picnic: había entendido un 80% de la conversación porque de los dos chicos, uno hablaba lento y gesticulaba por naturaleza, y el otro era locutor de radio.
Aquel no había sido el caso típico. El caso típico era no entender nada.
De esto me acordé cuando el Tano me mandó la imagen del principio del post. Aprender italiano al mudarme a Génova fue así: como ser Leo DiCaprio y tener una bestia de doscientos cincuenta kilos y con dientes afilados encima atacándome sin tregua. Hace cinco meses que estoy en tierras italianas y por suerte no solo aprendí a comer demasiada pasta si no también a hablar mejor: mi vocabulario se amplió, puedo participar de conversaciones y ver películas dobladas. Aprendí, también – y esto me gusta menos – a poner cara de nada y a sonreír sin tener idea de qué significan las palabras que dan vueltas alrededor mío y que no puedo tocar. Entre aprender el idioma y aprender a ser figurita, no sé cual de los dos fue más difícil.
– Es horrible, te sentís como una bambina porque no te podés comunicar – me consoló la mama del Tano, que aunque no sabía español, se esforzaba para comunicarse conmigo en un italiano elástico que yo pudiera comprender -. ¡Te sentís como una bambina cuando sos una mujer despierta e inteligente!
Puso en palabras lo que no había podido: que no saber el idioma te hace invisible.
El italiano, es cierto, es similar al español pero para aprovecharse de esa semejanza, antes hay que tener una base mínima de los dos idiomas. Si no, no sirve. Muchas palabras son iguales al castellano, o tan similares que se pueden adivinar. Jana, una chica belga que se mudó hace un año, al principio lloraba todos los días. Cuando más me cuesta, intento imaginar cómo hizo ella – si para mí, los primeros dos meses fueron imposibles, el italiano una masa desconocida que no podía desenrollar ni siquiera con mi base del español, entonces cómo alguien que no tenía ninguna semejanza a la que aferrarse, ningún salvavidas al cual agarrar, nada en donde poner sus pies, entonces cómo hizo – y no puedo formular una respuesta.
Solo que si ella pudo, entonces yo también.
Ahora estoy en la etapa donde entiendo casi todo, mi debilidad está en el momento en el que quiero usar mi italiano escueto para expresarme. La forma en la que mejoré desde marzo es evidente y me pone muy orgullosa (¡muy!). Agarré un libro en italiano por primera vez hace una semana y me frustro con lo poco que avanzo y con lo mucho que dependo de Google Translate, pero descubro muchas palabras que no conocía. Anoto las que me gustan: donchisciottismo (quijotismo), sconfinati (sin límites), stregoneria (hechicería).
Además… en la pelea de Leo y el oso, ¿se acuerdan de quién termina ganando?
Jajaja genial Shapy!!!! El oso se devora a Leo pero después se siente mal y lo vomita … O sea gana Leo!!!!!! Benvenuta!!! Te felicito!!!❤️
Ma, estás segura que viste la peli?
Te amo!