A Valentino le regalaron tres botellitas nuevas para hacer burbujas. Se las trajo la tía abuela que venía de Francia a pasar unos días en casa. Probamos primero la botellita rosa. Salen tantas burbujas que lo veo bailar entre veinte, cincuenta, quizá cien. Se ríe y las persigue queriendo atacarlas con su cuchara de plástico amarilla que blande como si fuera una espada.
– ¡Zas! – Salta de un lado a otro -, ¡Zas! ¡Zas!
Cuando no las explota con la cuchara, se las come. Intenta darles un beso pero explotan apenas rozan con su cara y al abrir la boca sorprendido, entra el jabón. Sentada, yo lo ayudo a explotarlas con mis dedos. Hay tantas que por más que lo haga bien rápido siempre hay más y vuelan por arriba de la terraza o se estrellan contra las plantas del huerto. A veces, cuando me quiero hacer la romántica y una burbuja se me acerca, le abro la mano para que descanse pero la burbuja no quiere formar parte de mi película: apenas siente mi piel, estalla.
Si estamos contentos, intentamos hacer que vuelen por sobre la terraza y que se unan al cielo con las nubes. No es fácil porque Valentino tiene solo tres años y cuando sopla el burbujero lo hace mirando para abajo y esas burbujas tienen un promedio de vida de tres segundos antes de chocarse con el piso. Le insisto: “Su, Vale, su” y se acuerda que tiene que mirar para arriba entonces levanta la cabeza y sopla mirando al celeste. Las burbujas salen disparadas hacia arriba y cuando empiezan a caer nos movemos los dos, él y yo, abajo de ellas y soplamos, soplamos, soplamos para que las burbujas vuelen y se pierdan por encima de nosotros, que vuelen por arriba de todas las terrazas de esta ciudad y que vayan a otro lugar. Sálvense del piso, de las plantas, de nosotros, les decimos cada vez que soplamos con la esperanza de que cambien de rumbo y que suban. Sálvense, sálvense, que este mundo no es para ustedes. Cuando al fin una descifra lo que le decimos y decide volar e ignorar a Newton y a su ley de gravedad, cuando vemos que no se chocó contra nada y que vuela alto, alto y que está por desaparecer de nuestra vista, atrás de nuestro techo y hacia otro camino, le gritamos “Ciao! Ciao!” La saludamos y le damos fuerza para el viaje. Valentino salta en un pie y después en otro y se ríe con esa risa de chico muy chico, fuerte, potente, estruendosa y entre hipos de carcajadas dice: “Che bello!”
Después dice que quiere hacer la caca y que quiere ir solo. Me levanto para acompañarlo y me retiene, los brazos en alto:
– No, no, no! La faccio da solo!
Así que lo espero en su cuarto y escucho que se le escapa un pedito. La puerta del baño está semi abierta pero aunque estuviera cerrada escucharía los gruñidos con los que intenta sacar fuerza para expedir lo que tiene adentro. Una mezcla de gruñido, jadeo y grito. Voy en su ayuda. Lo veo con las piernas colgando del inodoro y el pecho tirado hacia adelante, propulsando la caca afuera. No se inmuta con mi presencia y la oferta de ayuda que implica. Una vez que termina baja del inodoro y le limpio la cola. Miramos qué hay adentro de la taza. Hay algo casi verde.
– Vale, stai bene?
– Sì. Un pochino.
Tiro la cadena. Después, lo siento. Es tan fuerte que me sale el castellano.
– Dios mío, Vale. ¡Qué olor!
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Valentino siempre, después de cagar, mira su trabajo, lo contempla hipnotizado. Ayer al mirarlo me decía: “Guarda che grande” y no quería que tire la cadena. “Chiamo papà!”
Hoy no era tan grande y era de un marrón más claro. Estoy por tirar la cadena y le digo “Ciao” a la caca, como también le decimos a las burbujas que hacemos en el balcón cuando vuelan hacia el cielo, y Valentino se suma y lo despide también: “Ciao“, lo saluda con la mano y le dice: “Ci vediamo presto“.
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Voy en bici a las diez de la noche hasta Piazza de Ferrari, la plaza más importante de Génova. Es jueves y habíamos quedado conocernos con algunas personas interesadas en formar un grupo musical. Estoy una hora tarde. No pude salir antes. Por eso, en vez de ir en colectivo, me animo a agarrar la bici. Se la pido prestada al papá de la familia con la que trabajo. El camino de la casa hasta la piazza no debe tardar más de veinte minutos y el recorrido es sobre terreno plano, por suerte no hay montañas en el medio.
En la oscuridad del estacionamiento palpo cuál es mi bici y la desengancho, intento asegurarme de que esté también la cadena de seguridad pero entre la negrura de la noche no es fácil. Me subo. Es una bici vieja, de ruedas finísimas, un poco dura y pesada pero se mueve bien. Pedaleo y pedaleo y escucho como el asiento de atrás rebota con cada golpe, el asiento de plástico que engancharon en la parte de atrás de la bici, encima de la rueda, en donde se deposita a los niños cuando todavía no tienen edad de andar por su cuenta. Y así voy, la babysitter pedaleando en la oscuridad de la noche, veloz, veloz y con el clac del plástico haciéndome reír en todo momento porque me demuestra que me convertí en una caricatura.
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Jugamos con Vale a las burbujas de nuevo en la misma terraza. Hoy toca la botellita naranja porque la rosa la vació en alguna maceta cuando yo no miraba. La mezcla de agua y jabón de esta no es tan buena como la anterior, no salen tantas burbujas esta vez. La agitamos con la esperanza de que se disuelva mejor. Vale la mueve para arriba y para abajo, movimientos cortos y repetidos. Le digo que no, que mejor que la agite bailando y le demuestro cómo bailar reggeton. Se entusiasma e incorpora algunos de mis movimientos. Pone la botellita en posición horizontal, agarra la punta con cada mano y se pone a perrear. No puedo controlarme, esta es mi única oportunidad en el mundo y no pienso desperdiciarla así que canto:
– Work work work work work work lalala work work work work work work – y mientras yo invoco a Rihanna, Vale perrea. La gloria se estira durante unos segundos largos. Cuando termino por culpa de las carcajadas él no me manda a callar como siempre hace cuando canto. Me dice con esa sorpresa inocente que lo caracteriza – y juro requete juro que no manipulo la realidad para que encaje en una historia – me dice: “che bella canzone!”
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Las primeras dos semanas trabajando como au pair fueron las más difíciles. El tiempo suaviza los recuerdos y me hace creer que no, pero la evidencia está en el historial de conversaciones de whatsapp que tengo con mi mamá. Ante los pedidos de auxilio, me escribió algunas sugerencias y me mandó apoyo moral: It’s wonderful (though a lot of work) to see a child discover the world… No te olvides que la primera semana es la más difícil. Pensá que para él sos su nueva mamá, qué amor!!! Y te va a copiar todo.
Sus consejos me motivaron pero cuando entusiasmada quise ponerlos en práctica, lo fui a buscar al jardín de infantes y se largó a llorar. Ma, no me copia nada. Me odia!!!
Ahora que estoy acá hace más de un mes y tengo más perspectiva puedo ver ese principio con más claridad: fueron muchos cambios a la vez. ¿Cómo no me iba a costar? Mudarme a otra casa, a una ciudad nueva, con una familia desconocida… No me di cuenta en ese momento de que estos factores me afectaban, los desestimé. Nunca antes había tenido a cargo a chicos durante tanto tiempo y el no poder comunicarme con ellos en el mismo idioma fue – y a veces sigue siendo – una barrera. Cuando Valentino desordenaba su cuarto y yo le gritaba “Guarda tutto!“, él me miraba a mí y después a los juguetes porque claro, el verbo “guardare” en italiano significar “mirar”. Lo whatsappé al Tano de urgencia y le pregunté cómo decirlo en italiano, para después volver a mi pose firme y gritar: “Metti tutto a posto!” y conseguir mi objetivo.
La rutina es mansa ahora, al menos en comparación con la de antes. Parte tiene que ver con que nos conocemos más: yo me acostumbré a la familia, los padres y los chicos también se acostumbraron a mí. Valentino no se esconde ni llora cada vez que lo busco del jardín de infantes. A veces incluso viene tranquilito sin que lo llame y me agarra la mano, listo para irnos. Otra parte tiene que ver con que yo me acostumbré a la rutina: ya no me cuesta como antes. Empezar algo en un lugar nuevo – cualquier cosa: trabajo de niñera, aprender a manejar un auto, o volver a las clases – siempre parece una subida agotadora hasta que llega el día en el que descubrís que sin darte cuenta te sumergiste en la rutina como pez en el agua. Que las cosas que costaban tanto antes ahora están naturalizadas. Que te sabés de memoria el camino en auto del colegio a la escuela de karate a la iglesia y el nombre de las calles y a qué hora hay que buscar a quién, y que todo es un conocimiento de fondo, que ya no está activo y que entonces no cansa.
Hay días que cuestan y hay otros donde ser au pair no parece un trabajo. El beneficio que más me gusta es el de tener tanto tiempo libre: como mi jornada laboral empieza a las tres o cuatro de la tarde, si me levanto temprano, tengo todo el día para mí. Es lo que hago. Los días se estiran infinitos e intento aprovecharlos lo más posible: leo, voy a la playa, escribo, dibujo, pienso proyectos, salgo a correr (!!!), conozco gente y tomo mucho, mucho café. Estoy contenta.
Estoy en Italia trabajando de au pair. Si querés saber más sobre qué es, acá te digo como podés viajar y trabajar por el mundo haciendo lo mismo que yo.
Me imagino a Vale como el tano en versión peque. Siento que lo estas mandando al muere contando sus intimidades en el baño.