Llueve y mi pelo hace eco de eso. Se eleva, se eriza, se descontrola. Llueve y pienso que el tango la pintó a Buenos Aires en un día así, nostálgico, somnoliento.
Alguna vez leí que esta ciudad es más auténtica cuando llueve. Yo la prefiero cuando hay una alfombra de flores lilas, machucadas, acompañando mis pasos. Quizás hace falta una mezcla de ambos para que mis ojos se queden tranquilos con la Buenos Aires que tienen enfrente.
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Hay muchas postales que guardo de esta ciudad de nombre algo ridículo.
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Domingo a la noche, la calle está desierta. Y sobre el negro que recubre la ciudad se pueden ver luces que titilan, luces que son las gotas que intentan sobrevivir. Buenos Aires está fuera de foco, empañada, y tiene esa melancolía que me lleva a Medianoche en París. Pero estoy en el Rosedal, lugar en el que de día hay palmeras y gansos y bancos donde me siento con Andrea y tratamos de no pensar un rato.
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Tomo mi café en jarrito que siempre vienen con algo, o como a mí me gusta llamarlo: un poco de amor materializado en harina. Sobre avenidas ilustres – vaya a saber quién llegó primero para robar un poco de elegancia – se apoyan cafés, bares atemporales. Me hacen sentir una turista en mi propia ciudad porque, más allá de lo que esté pasando afuera, estos lugares tienen su propio ritmo, su caos interno. Tortas que son como las de las confiterías, altas y con cerezas que son tan rojas que parecen de mentira, pero no me tientan mucho. Mesas que pueden alargarse indefinidamente porque no van a dejar a nadie afuera. Y papelitos con muchos $$$$$ que se suman a medida que uno pide, pide y sacia su hambre. O vacío.
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Me llaman de encuestas porque quieren saber si tengo idea qué hacen en la Secretaría Ambiental X. Digo que sí, que tengo tiempo, y no sé si es empatía, lástima, comportamiento cívico o qué. Las preguntas parecen todas iguales, me aburro, el tiempo se acaba, le pido que se apure, y empieza a hablar tan, pero tan rápido que me deja atónita. Hasta me causa gracia, y no entiendo si el humano que está del otro lado se convirtió en robot. Pero en los 20 minutos que dura esa conversación, me abstraigo y pienso en las bocinas que se multplican como olas desquiciadas. Sé que si no me detengo y hago un esfuerzo, ya ni las escucho.
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Escribí esto alguna vez: “La Buenos Aires que vibra se encuentra en la copa de los árboles, en las escaleras caracol que usurpan como enredaderas a algunos edificios, o en las cúpulas de mobiliarios más antiguos. Está en las antenas borrachas, en las puntas como lanzas de las rejas, en el brillo de los grandes monumentos. Buenos Aires está en los espacios en blanco que se forman entre todo lo que sucede arriba. Arriba, en la imaginación y la desesperada búsqueda por el silencio”.
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Vuelvo de trabajar y apuro mis pasos para llegar lo antes posible a mi casa. No sé por qué quiero llegar tan rápido, y me da culpa, porque si me tomo todas las cosas así, desperdicio momentos que podrían tener otro tinte.
Pero hay una esquina que lo encandila todo. No exagero: doblo, y en ese lugar en particular el sol pega tan fuerte que dejo de ver. Y estoy medio china, y sonrío, y me acuerdo de por qué me gusta tanto Buenos Aires.
TE AMO TANTO