(Mechi: me terminé el vino podrido. No estaba podrido. Espero. Ah, y también el dulce de leche, y las galletitas. Las nuestras. Habían otras, abiertas por la mitad, ¿sabés de quién eran? ¿Eran nuestras? Porque también me las comí. Es que es domingo, la heladera está vacía y el supermercado está cerrado. Mañana prometo convertirme en una ciudadana decente.)
Mi domingo fue un antidomingo. Es la noche y vuelvo de haber visto una obra en un teatro pequeño pero divino, el Teatro Lope de Vega. Saqué entradas sin averiguar mucho, porque alguien durante la semana me lo había recomendado y porque extrañaba la anticipación de los segundos previos al espectáculo, las luces tenues, el silencio, el corazón palpitante que se siente cuando uno ve una obra. Dios, ¡cómo lo extrañaba! Geo se sumó, así que estábamos las dos sentadas en una de las primeras filas aunque habíamos comprado la entrada más barata. La suerte nos acompaña siempre. “La Anarquista”, se titulaba la obra. Fueron dos horas de un diálogo entre dos mujeres, una reclusa por asesinato; la otra, una representativa del Estado, en cuyo poder reside la posibilidad de darle la libertad a la primera.
Terminó y le pregunto a Geo si le gustó. “Me encantó”, me responde. Me aclara que más que gustarle, le provocó una revolución dentro. Es una obra que hay que procesar, le digo, y me alegro que estoy a media hora de caminata de casa así puedo reflexionar sobre ella. Después me doy cuenta que siempre pienso lo mismo: que quiero procesar todo.
Hace dos meses que estoy en suelo europeo, haciendo de las mías. Mechi se fue de viaje diez días así que tengo a la ciudad para mí por primera vez. Estuve viajando tanto últimamente que casi que no pasé fines de semana en Sevilla, y tengo que admitir que no la recorrí tanto como quisiera. Es como Buenos Aires: no la conozco, no realmente, no tanto como podría. Peor aún: es como Argentina: no la conozco, punto. (Un grave error. Una cuenta pendiente.)
Diez días, Sevilla y yo. Yo y Sevilla. A ver qué sacamos de esto. No parecen mucho, diez días, pero sí que lo son. Estoy entusiasmada, la verdad. Quiero quedarme, no quiero irme a ningún otro lugar, porque quiero enfrentar qué es lo que se siente estar viviendo acá. Arreglármelas. Si ya pude superar viajar sola, también tengo que enfrentar la soledad junto a Sevilla.
Qué difícil que es escribir sobre el lugar donde uno vive. ¿Será que uno lo conoce del todo? ¿Será que uno conoce del todo algún lugar en este mundo? A veces me da cosa escribir sobre lugares a los que viajo porque siento que hablar de ellos es una falta de respeto si solo estuve deambulando sus calles unos pocos días. Pero ahora que me toca hablar de Sevilla, lugar donde resido hace dos meses (repitamos: dos meses), también me cuesta. También me costaría hablar de Buenos Aires. Siento que hay muchas cosas que se nos escapan de los lugares en los que tenemos una rutina, y es justamente porque estamos acostumbrados a un patrón que no nos permite ir más allá.
Volvía caminando a casa, bajo el paraguas, protegida de una lluvia suave, bailando al ritmo de la música, jurando estar en un videoclip, riéndome por caer en la cuenta de que estoy en Europa, de que estoy sola, de que soy libre de hacer lo que quiera. (Siempre soy libre, pero hoy más que nunca.) Miraba el río a la distancia. Me dio fiaca acercarme a verlo, pero me imaginé cómo se movía con el caer del agua. Me entretenía con las luces del tráfico, y me causaba gracia la sensación de tener a un lado mío algo tan moderno como los autos en constante espera y movimiento, y del otro, algo tan antiguo como la Plaza de Toros. Dos polos opuestos, una contradicción, pero existente en esta realidad que estoy viviendo. Caminaba por los jardines y entre los faroles, imagen bien de película, se entremezclaban con la llovizna, y notaba mis cinco sentidos prendidos, y yo me reía, y disfrutaba. Eso es. Disfrutar. Cómo me gusta disfrutar de cada momento. Dos meses pasaron ya, y no es que quiera acortarlo ni nada, pero nada más estoy acá seis meses, y ya se fueron dos. Cada día que pasa es uno menos que me queda. No quiero que pasen desapercibidos, realmente hago un esfuerzo por que no ocurra. Es domingo y estoy en casa y estoy escribiendo y afuera llovizna y estoy tomando vinito y comiendo galletitas y Mechi se fue y admito que estoy bastante borrachina y es domingo y mañana voy a faltar y me gusta mi facultad y estoy leyendo mucho, y estoy feliz, estoy feliz, estoy feliz.
Y de la misma forma en la que le dije a Geo una vez que terminó la obra de teatro – que tenía que “procesarlo” – sé que también tengo que procesar este viaje. La vuelta a Buenos Aires va a ser la caminata de veinte minutos hasta mi casa, ese espacio para reflexionar. Mientras esté acá voy a seguir en el ojo del huracán y no va a ser posible salirme de la vorágine para ser consciente de todo. Voy a estar hablando sobre estos meses y – me lo imagino perfecto – voy a decir: “Esa vez que nos fuimos con las chicas a Portugal por el finde” o “¿Te acordás de la situación bizarra del médico de Tati en el hostel en Londres?” y ni yo misma me lo voy a creer.
Debe ser un sistema de defensa. Qué suerte que no me doy cuenta de lo gigantezco que es esto todavía porque el acostumbramiento hace que no reviente. Agradezco todo el tiempo estar acá. No puedo dejar de estarlo, necesito escribir, dejar asentado exactamente cuán agradecida estoy. Sé que una experiencia así es única y que no va a volver a ocurrir.
Mechi lo dijo mejor de lo que yo hubiera podido hacerlo unos días antes de irse: “Es que acá no parece tan gran cosa”. Hablaba de su viaje sola a Londres, Barcelona y París. Una locura, pensada desde Buenos Aires, pero acá parece de lo más normal. Solo cuando volvamos a Buenos Aires nos vamos a dar cuenta de todo, del peso de cada una de las acciones tomadas, de las palabras dichas, de las amistades formadas, de las cosas aprendidas, de las experiencias vividas.
Seis meses. Lo máximo que viajé antes fue un mes y medio de mochilera en el Sudeste Asiático con mi hermana del alma (hola Jo ♥), en un viaje de iniciación que cambió tantas cosas de mí, de mi forma de pensar, de los objetivos que quiero, de mis relaciones. Esto son cuatro veces esa cantidad de días. No puedo ni llegar a imaginarme lo que se me viene, y lo que esto va a significar una vez que vuelva, si tengo que multiplicar ese viaje por cuatro.
Confieso algo: desde que llegué, no me pude separar ni un minuto de Buenos Aires. Mentí. No es posible cerrar un capítulo y abrir otro nuevo. No porque no quiera, si no porque simplemente no es posible. Llevo a Buenos Aires en la sangre como nunca creí antes. Llegué a este continente y me di cuenta de que tengo un lugar en donde pertenezco, un origen, del que no me puedo borrar. Reconocer la relación con esta ciudad que me vio nacer y crecer fue mucho más fuerte de lo que alguna vez pude haber pensado… Por fin la reconozco como algo que es parte mía. Me reconozco en ella, y no me es posible deshacerme de ella, pero tampoco quisiera. Ay, Buenos Aires. Tuve que venirme al otro lado del charco para darme cuenta exacto cuán imposible sos de desprender.
Rehúso a que pasen días en los que vivo así nomás. Han pasado, obvio, pero me resisto. Cada minuto que pasa me encanta pero también está teñido por una dulce nostalgia del saber que es un día menos. Sigo intentando caer que estoy acá y no puedo. Qué fácil que el ser humano se acostumbra a los nuevos entornos, ¿no? Un arma de doble filo.
no voy a hacer comentarios sobre algo escrito en estado de ebriedad!!!!!! faltó que dijeras que estabas tomando y lo recomendaras!!
besito
viva tomar vino y escribir
Creo que deberías amarme más por que siempre soy tu fan número uno! . El reloj es de Ilayali, no aguante a gritarle para mostrarle el post que habías hecho jajaja y creo que las galletas eran de Georgina, pero esas ya no se recuperan. Te quiero.
O SHARUELAAAAAAAAAAA VAMO VAMO QUE SIGUE!