Él podría haber sido Mascherano en una cancha de fútbol, en ese partido del que mucho no recuerdo, en Brasil. Yo podría haber sido Sergio Romero, si era él quien recibió sus palabras. Podría haber sido todo eso, pero no.
Fue en el aeródromo de Lobos, el primer sábado de septiembre, a la mañana. No tenía la camiseta de la selección, sino una campera Columbia arriba de un polar y de una remera térmica porque nos estábamos muriendo de frío. Era un médico; nunca supe su nombre. “Te estás por tirar del cielo, vas a volar. Imaginá que sos una heroína. Al menos, sentite así”.
No fue Mascherano, no fue en el Mundial y tampoco estaba por atajar penales. Pero el mensaje fue el mismo.
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La paradoja es que las ganas de tirarme por paracaídas surgieron en el cumple de mi vieja, opositora número uno de todo el plan. Mi hermana lo había hecho cuando cumplió 35 y mientras la escuchaba hablar, me inundaron unas ganas totalmente inesperadas de tirarme también. “Quiero sentirme así de viva”, pensé. Y a partir de ese almuerzo, entre cortes de carne, copas de vino y caras conocidas, decidí que iba a saltar de un avión a 3000 metros de altura.
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No lo hubiese hecho sin Trini. Me acompañó hasta allá, madrugó un sábado e incluso manejó a la vuelta. Me dijo “tranquila, siempre podemos ir hasta Lobos y está todo bien si no querés hacerlo”, cuando sabía perfectamente que esa no era una opción (pequeña mentirosa). Fiel a su estilo, encontró la forma más sutil y acertada de motivarme cuando el miedo quería que diese un paso al costado. Tri, infinitas gracias.
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La alarma sonó 8.30 AM pero mis ojos se habían abierto unos minutos antes, como los días en los que rendís un final o tenés que viajar y estás ansioso por lo que viene. Una parte de mí deseaba quedarse dormida hasta tarde y usarlo como excusa. Pero no. Si salía de la cama, ya no habría vuelta atrás; solo necesitaba un último argumento para levantarme. Mi cabeza eclipsó a lo largo de esas últimas semanas ese instante en el que me lanzaría hacia la nada (o el todo), y esa ficción fue el último detonante.
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Estaba en camino y mi familia contestaba por el grupo los mensajes del día anterior. Nadie tenía idea, solo mi viejo. Les había mandado un screenshot de una foto que habían publicado en Facebook de mi laburo anterior, donde me habían etiquetado. Y desde WhatsApp comentaban: “Qué lindo, ¡te extrañan!”. ¿Les daré a ellos en unos minutos razones para extrañarme?
Muerte a mi humor negro.
Cuando estábamos en camino, una placa de metal golpeó en plena ruta el frente del auto. Tampoco pudo.
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En dos minutos, Daniel (el paracaídistas que se tiró conmigo) me explicó qué tenía que hacer durante el salto. Y antes de que me percatara de la situación, ya estaba arriba del avión, despegando.
Fueron 20 minutos de tranquilidad. Pensé: “Ya está, nadie puede frenarme ni hacerme cambiar de opinión. Ya estoy metida en esto”. Miré cómo la tierra se iba fragmentando cada vez más a medida que tomábamos altura. Daniel me señaló la laguna de Lobos y crucé los dedos esperando no caer ahí. Respiré y flashié ser una heroína. Pero por sobre todo miré por la ventana, con una extraña sensación de calma.
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Fue como caer en el ojo de un huracán. Saltamos en una nube, y al principio ese blanco me abrazó, me abrumó como si estuviese en un sueño. Fui Alicia cuando caía en el túnel, como también un personaje de alguna pesadilla que se encuentra en el vacío (las primeras fotos que me sacaron delatan mi cara de pánico). Pero todo eso se transformó en felicidad pura, con los brazos extendidos como alas.
Tardé unos segundos en recapacitar dónde estaba, e incluso en disfrutar de la caída libre. Estiré mis brazos mientras sentía un colchón de aire que ejercía una contrafuerza. Fueron 35 segundos alucinantes; me caían lágrimas de emoción.
Caigo víctima del cliché, pero ninguna palabra puede expresar la emoción que sentí. Repito la palabra emoción tantas veces porque fue el sentimiento que se me grabó en el pecho, un pecho que estaba a punto de explotar.
Estoy dispuesta a quemarme y que vean la evidencia:
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“¿Sabés qué aprendí de mis pacientes? Que después de esto, vas a estar convencida de que podés hacer cualquier cosa“.
Demás está decir que el médico ofició de sensei, de Yoda, y me regaló frases que me sirvieron para vivirlo.
Aunque lo único que puedo decir es: “PUTA MADRE, ¡LO HICE!”
Genial la descripción! La emoción me llegó como si hubiese estado ahí. Admiro tu valentía querida, yo no podría hacerlo. Aplausos por la experiencia y todo lo que te dejó.