Me siento con las piernas cruzadas y trato de poner la espalda erguida, pero sin tensar mis hombros. La ventana es mi espejo. Apoyo mis manos en las rodillas, imitando esa posición tan conocida pero tan ajena a mí, y cierro los ojos. Diez minutos. Nunca medité. Diez minutos. Siempre me ganó la ansiedad. Diez minutos. ¿Pongo la alarma? Diez minutos…
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Fueron cinco minutos, pero estuvo bien; me sentí calma. Apoyé las manos en mi vientre y sentía cómo se movía mientras respiraba. Mi cabeza siguió al aire que me recorría. En ese ratito, mi mente se descontracturó y solo se focalizó en eso, en el aire. No voy a decir que entré en una situación zen absoluta, pero fue un primer intento. Y tuve ganas de probarlo de nuevo. Quizás no así, de la forma “correcta”. Pero mientras espero a que se lave mi ropa. Cuando estoy sentada en el subte y me pierdo mirando por la ventana, aunque no esté observando nada. O mientras camino, sin rumbo alguno.
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Hace poco leí un artículo en la revista Time que hablaba de esto, de poner toda tu concentración en acciones mínimas, cotidianas. Mindfulness; eso era. Me gusta la palabra; es contundente, expresiva, entera: mindfulness. Toda la semana anduve pensando en eso y fue loco encontrarme de repente con esta nota que plasmaba tan bien todo lo que quería decir. No quiero repetir lo que tanto escuchamos y sabemos (“en esta era de la saturación informativa y del multitasking, es difícil concentrarse y blablabla”- palabras gastadas) pero es realmente impresionante cómo podemos frenar nuestro alrededor y abstraernos en algo mínimo. Mi mente anda a mil, y muchas veces no estoy en el momento. No quería que eso me pasara acá, en París, donde siento que cada hora es mágica. Nuestros sentidos pueden percibir más, mucho más de lo que sacamos en un nivel superficial. Y no hablo de dormir la mente, pero quizás sí de callarla un poco y hacerla bailar.
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El otro día leí que vivir París es hacer las cosas que uno quiere, pero poniendo todo de sí. Cada esquina, cada encuentro.
Ya pasó un mes lleno de descubrimientos y sorpresas. Me sumergí en un mundo totalmente nuevo y admiré todo con ojos vírgenes. Fueron cambios visibles: sí, aprendí a cocinar (algo, lo básico), conocí gente de todas partes, y más- más- más. Pero esto sigue, los aprendizajes también (¡y cuánto me falta!).
París, yo no me quiero quedar al margen. Quiero vivirte entera.
Te juro que ayer comía galletitas (y ahora que me acuerdo, también con una ensalada de frutas) y me acordaba de vos, y trataba de masticarlos a los hijosdepú lo más lento que podía. No sé si funcionó pero me hizo acordar a vos y eso siempre es bueno 🙂