Dicen por ahí innumerables voces que París es la ciudad del amor. Lo comentan incluso aquellos que no han venido, pero sin embargo, cuando lo dicen, su voz denota esperanza y les brillan los ojos. No sabemos cuántos se enamoraron en París, pero tantos la consagraron como la más romántica que se convirtió en una verdad incuestionable.
Bueno, yo voy a darles mi opinión: uno no se enamora ni bien pone un pie en París. Es verdad que los franceses tienen ese algo que invita a mirar descaradamente, pero no creo que sea amor a primera vista. Una tampoco se obsesiona tan fácilmente con ellos, entonces podemos descartar al amor platónico también.
Puede ser frustrante estar acá, en la ciudad del amor, esperando a que llegue. Se derriten las horas y… nada. No-pasa-nada.
Entonces, llegué a la siguiente teoría: uno se enamora siempre de París. Por algo es la ciudad que más turistas recibe por año (claramente, no son los precios los que surten aquel efecto). El Sena tiene aquella melancolía hipnotizante que logra que uno se pierda en su cauce. Las calles borrachas, torcidas, invitan siempre a entrar por sus resquicios. Y, en mi caso, la magia radica en que me siento libre, y estoy acá, en una ciudad que me lleva a todos lados sin tener que irme, porque me deja soñar. En realidad, estoy viviendo un sueño.
Claramente, yo estoy enamorada de París.
Entonces, llegué a otra conclusión: debe ser que mientras uno está sumido en ese enamoramiento geográfico, uno se enamora. O lo enamoran, como ustedes quieran. Porque su cabeza deja de estar pendiente en encontrar a ese alguien con quien vivir una historia de amor en París, y finalmente logra calmarse.
Y la verdad de la milanesa es que, en la vida, todo funciona así. Alguna vez escribí: librado al azar, despojado de mi mente.
Acá, sobran excusas para dejarse llevar. Odio el cliché pero París, realmente, es una fiesta.
