Un hombre con camisa, de poco pelo y de cachetes rosas se presentó como Steve McCurry un viernes a la noche en el Palazzo Ducale de Génova. Uno de los fotógrafos más importantes del siglo daba una gira por Italia para presentar dos de sus nuevos libros y charlar sobre su carrera. Muchos lo reconocerán por su retrato famoso de La chica afgana y por la envidia que nos pulveriza cada vez que vemos sus fotos.
Eventos de esta envergadura no pasan todos los días así que estaba muy emocionada. Llegué al museo quince minutos antes de que empezara y me encontré con un amontonamiento a la espera de que se abrieran unas rejas que impedían el paso. Del otro lado, guardias. Por suspiros me enteré que nosotros – los de este lado de la reja, los desafortunados – no íbamos a entrar: la sala estaba llena y no había más espacio.
Pero yo estaba sola y decidida y la adrenalina me corría por la sangre. Me alejé de la muchedumbre y me escabullí por unos pasillos de servicio que había encontrado meses atrás. Subí los dos pisos – sola, feroz -, me acerqué a la fila y evité mirar a los ojos de nadie.
Entré a la sala, repleta. ¡Entré!
– ¿Cómo es que la vida de Steve McCurry es más colorida que la mía? – le preguntó el entrevistador.
Las fotos de McCurry son conocidas por el uso de color y la saturación.
– No es solo saturación. ¿Qué historia querés contar? ¿Cuál es la mejor forma para contarla? Esas son las preguntas que tenés que preguntarte – respondió él-. Creo que el color es más fiel al mundo que el blanco y negro porque el mundo está hecho a color. Tengo una atracción a una cierta paleta de colores, me interesan los colores para contar una historia de mejor manera.
– ¿Qué fotos sacarías de Génova? – le preguntó una chica del público. Minutos antes él había comentado que cuando hace giras, tiende siempre a salir del hotel, dar unas vueltas, fotografear donde está.
Él contestó que no podía decir con certeza, que no es una cuestión de buscar una idea prefijada, si no que lo importancia es explorar con un cierto estado de gracia, incluso un estado de meditación, de apertura:
– No podés salir por la puerta y pensar: tengo que sacar fotos. Tenés que caminar y decir: qué lindo día, qué lindo es estar vivo… No hay que tomárselo con tanta seriedad. Tiene que venir desde un lugar de gratitud o de curiosidad ante lo que pueda revelar la vida. Si consigo algunas fotos, está bien y si no consigo, está bien también.
– ¿ Y cómo es que las fotos que saco yo no son las mismas que las que sacás vos? – le preguntó el entrevistador.
Un gurú en la India estudia y trabaja y se esfuerza durante su vida entera para que todo eso que aprendió culmine en el momento en el que lo necesite. Así, de la misma forma. McCurry lleva un bolso lleno de técnicas, de conocimientos prácticos y de capacidades que recolectó a lo largo de sus 30 años de carrera a donde sea que vaya y es por eso que cuando aprieta el disparador obtiene las fotos que conocemos tan bien, esas fotos que parecen – más que nada – milagrosas.
Leila Guerriero, cronista argentina y heroína, lo dijo también: “Quizás el verdadero trabajo de todos estos años no ha sido para mí el de escribir sino, precisamente, el de olvidar cómo se escribe. El de fundirme en el oficio hasta transformarlo en algo que se lleva, como en la sangre y en los músculos, pero en lo que ya no se piensa“.
Una pantalla mostraba foto tras foto del inmenso archivo de McCurry durante toda la conferencia.
– Estoy satisfecho con mi trabajo, que generaciones futuras puedan ver cómo fue el mundo en esta época, que puedan descubrir en ellas algunas de las formas en las que nos vestíamos o comíamos o nos relacionábamos.
En fin: cómo vivíamos. Como vivimos aún.
Se lo vio simpático: se divertía. Un poco como un chico. Estaba interesado, despierto, con ganas de estar ahí. Parecía joven. A pesar de la incomodidad lingüística – un intérprete traducía al italiano todo lo que se discutía en inglés – la conferencia se llevó a cabo con naturalidad.
Enfatizó en el respeto de la privacidad ajena: que hay fotos que no se pueden sacar, que cuando se trata de la invasión del espacio personal ajeno hay que pedir permiso y usar todas las herramientas disponibles para conseguirlo: sonreír, ser simpático, tener carisma, pagar. Lo que sea necesario. El trabajo de un fotógrafo no es como el de un pintor o el de un escritor, que vuelve y revuelve su obra. El trabajo de un fotógrafo se sostiene en un instante: se hace click o no se hace.
¿Y qué piensa de los jóvenes que lo siguen, que le hacen preguntas?
– Me siento muy cómodo. Las personas quieren estar cerca de quienes admiran, conocer el trabajo de sus mentores. Lo mismo me pasó a mí cuando era joven y estaba enamorado del trabajo de Henri Cartier Bresson. También creo que las personas tienen que ser generosas, entonces intento serlo. Me gusta estar acá, me siento cómodo.
¿Y le sugeriría a los jóvenes tomar los riesgos que él tomó en su carrera, como el de fotografiar guerras?
– Yo sugeriría que cada uno haga lo que le interesa. Viajar no es la pasión de todos y no se tiene que ir a la guerra para ser un fotógrafo. Podés quedarte en tu casa y sacar fotos ahí y no salir de tu pueblo. Hagan las cosas que les despierten un interés. Yo no estaba interesado en el combate ni en que me disparen. Pero siempre me interesaron las víctimas, las personas y las familias que vivían en el lugar que era atacado. Quería saber qué era la vida para ellos, como era su vida diaria.
En la sala: silencio.
– Nunca sacaría una foto si hacerlo significara mi muerte, eso no. Pero preferiría morir antes de ser tímido o de vivir con remordimiento y quedarme con el “que hubiera sido”.
La foto de la tormenta de polvo, dijo, era su preferida. Se enteró de la tormenta mientras viajaba en un taxi, del cual saltó al escuchar la noticia y corrió, corrió, corrió en dirección opuesta a la del resto: corrió en la dirección hacia el viento.
– Ni siquiera requirió mucho esfuerzo, solo saqué un par de fotos… pero fue un regalo. Un regalo. Yo solo lo agarré.
Escucharlo me convenció una vez más de que se puede hacer de todo en este mundo, solo es cuestión de avivarse, de tener el coraje y de no someterse a reglas ajenas que organizan la vida de una manera que no es acorde a la que uno quiere. Él viajó por el mundo, escuchó historias y las contó. Las sigue contando después de treinta años. ¿Qué le habrán dicho sus allegados al inicio de su carrera? Habrán pensado que estaba loco.
Yo también quiero estar así de loca.
Nota: no tengo un registro del evento excepto las anotaciones que tomé en mi cuaderno. Los diálogos del texto representan de forma general lo que se discutió en la conferencia pero no son 100% fieles (en especial por la traducción).