Mi celular no me acompaña y borra la nota que había escrito. Se borran los nombres, las frases y sus profesiones. Se borran las comillas y los vestigios de lo que escuché. Se borran y amenazan con perderse por siempre.
Pero las calles de La Habana gritan. Olvidar, es imposible.
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“A Cuba hay que disfrutarla, no comprenderla“. Comprobé que es así: esta isla es un enigma, un tumulto de sensaciones que van cambiando a medida que pasan los días y las voces. Encontrar una opinión unificada no existe; el caudal del río es gris.
Amar o no a Fidel no es el punto.
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Lu y yo salimos del aeropuerto y a nuestra sorpresa, llegamos al corazón de la capital arriba de un taxi Audi último modelo, que poco parecía encajar con el “Socialismo o muerte” que leía al pasar. Nos dejó en la calle Consulado 15, donde nos esperaban Tony, Elena, Enrique y Mariza, los dueños de unas de las tantas casas de familia que cobijan viajeros. Una casona verde casi fosforescente, que relucía por los gritos de la mañana o por el tránsito incesante de los primos, cuñados, suegros o por el desayuno con fruta bomba, huevo, pan amarillo y dulce de guayaba. Las camas matrimoniales cubiertas por acolchados de satén rosa, los portarretratos de una familia que no es la propia y el enchufe perdido de 110 v.
Cuba depende en gran parte del turismo; predominan las construcciones de hoteles, las guitarras tocando Guantanamera y los carteles que venden mojitos, aunque los locales prefieren el ron añejo. Y por eso, muchos de ellos- los que pueden – alquilan cuartos y reciben turistas, y gracias a ello, hacen realmente una diferencia en su pasar diario, aunque gran parte se lo tienen que dar al gobierno. En la isla circulan la moneda nacional (que utilizan los locales) y el CUC, para el turista. Veinticinco pesos de moneda nacional equivalen a un CUC, que es más que un dólar. El sueldo promedio es de 10 dólares mensuales.
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“Lento, como en la luna de miel”.
“Ese problema ya es del difunto”.
“Paciencia, paciencia que todo llega”.
Acudo a mi memoria, intervenida por lo que quiero recordar y por el inminente regreso a la rutina. Pero pude enfrascar estas líneas perdidas que volaban por las calles habaneras.
Pienso en las típicas telenovelas colombianas o las caribeñas. Pienso en la intensidad de sus personajes, su fulgor. Pienso en los cubanos, que aparecen también en esta nube de ideas, aunque solo por asociación. Pienso en el ruido, en la dulzura de su tono; pienso en su calidez, cercanía, romanticismo. Pienso en el taxista que era de Guantánamo que nos habló de su hija que estaba en la otra punta de la isla, o en los portarretratos que inundaban la casa de Caridad, todos con fotos de su nieta, que estaba aún más lejos, en los Estados Unidos. Los pienso bailando salsa, superando de todas las formas posibles el cliché que tenemos en la cabeza.
Pienso, comparo. Aunque cada uno, es.
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Al principio, con Lu, no sabíamos cuánto podíamos preguntar y cuánto nos convenía callar, pero nos dimos cuenta de que ya están acostumbrados a nuestras dudas. Desde un racconto de los días tras la muerte de Fidel a quién mató a Camilo Cienfuegos. No sé si sus respuestas son el espejo de lo que piensan realmente, pero cada opinión entra en un gran espectro. La mayoría es crítica de su situación actual, pero en muchos casos eso no tiene nada que ver con la revolución. El bloqueo estadounidense, las fallas y las ventajas del socialismo, las carreras y las profesiones, la presencia incipiente de Internet. Nada tiene una sola cara y no todos llevan las mismas banderas.
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Más allá del sistema que se profese, en la isla hay pedazos de tierra acaparados por grandes cadenas de hoteles all inclusive. Son la hipocresía de lo que sucede, o quizás el As bajo lo manga. Son un enclave de otros países, porque entrar ahí, más allá de las playas paradisíacas, el mar turquesa y las langostas, es salir de Cuba.
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“¿Tienen el libro Antes de que anochezca, de Reinaldo Arenas?”
No, acá está prohibido ese libro. Lo leí gracias a un turista que me lo prestó.
Crítico del gobierno y homosexual. Ilusa yo.
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Las emociones permutan. Creo que al principio todo era asombro; me encandiló ver, palpar, lo que antes estaba solo eclipsado en un texto de historia. Los carteles en cada esquina que relatan leyendas, los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) de las distintas ciudades, el Granma enjaulado en el Museo de la Revolución. Antes de viajar, había visto un documental “Cuba Libre”, y me sorprendió ver a mi alrededor lo que antes parecía irreal desde una pantalla, como el faro que se impone frente al Malecón.
Pero como la gota de tinta que se diluye cuando cae en un vaso de agua, fui perdiéndome entre distintas sensaciones. A Cuba llegué sin esperar algo concreto; más allá de lo que sabía, no tenía una opinión formada ni una imagen de lo que iba a ver. Simplemente quería observar, preguntar, y aún así, tampoco pretendía volver con una respuesta clara.
Cuando dejamos la playa y volvíamos a La Habana, durante un viaje de seis horas, me fue imposible no pensar en Pedro, un artista plástico de 24 años que trabajaba en un hotel del Cayo Santa María. Apenas había cruzado unas palabras con él: llega a su casa todos los días a las tres de la mañana y tiene dos horas de viaje; la diferencia la hace gracias a las propinas que le dan los canadienses. No tiene acceso a Internet como para buscar otro trabajo, o quizás para ejercer su profesión en La Habana, donde probablemente haya más posibilidades. Sigo estirando y veo que la probabilidad de comprar un pasaje puede ser utópica.
No sé si quiere irse a la capital. Tampoco sé si el arte es su vocación, ni si quiere saltar a otro país. Pero mi cabeza sí me llevó a ese puerto mental, a esa sensación inevitable de encierro.
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Cuba es una pausa suspendida en el tiempo; se recuerdan constantemente los hitos del pasado y no existe el aluvión diario de noticias que vomita Internet. Puedo tratar de enumerar lo que vi, lo que no, lo que falta o lo que abunda. Puedo dar mi opinión sobre si el cambio es real o aparente. Pero más allá de todo esto, que me excede, solo puedo decir que Cuba fue mi pausa. Fue una desconexión, un freno de mano, una trompada. Amalgarme a un andar realmente distinto de lo que me circunda en Buenos Aires.
Pero volver es otra trompada; el laburo, las redes sociales, las bocinas, las alarmas se convierten en una gran ola de la cual es difícil salir.
Pero las tengo: tengo esas imágenes que guardé para volver, al menos por un ratito, a la pausa rodeada por el océano.
Esa pausa se llama Cuba.