G. tiene 34 años y está cumpliendo el aniversario número uno de su llegada a Barcelona. Cuáles son tus planes, le pregunto, porque sé que en Buenos Aires dejó todo: su trabajo, su casa, su ex novio. Se subió al avión y nunca volvió. Ahora trabaja como vendedora de ropa seis veces a la semana, pero como es julio trabaja de más porque es el mes de las rebajas, el equivalente a la época de combate mortal por pedazos de tela. A veces se ve con un chico que conoció por Tinder, otras veces no. Cuáles son tus planes, le pregunto, digo, para más adelante. No tengo planes, responde, no quiero pensar, no estoy pensando.
R. se toma casi cinco litros de cerveza la noche que Alemania juega contra Italia en la Eurocopa. Contrató el servicio de cable para ver los partidos en vivo en la televisión de su departamento compartido, pero hay un defasaje de un segundo y se enteró del gol que le metió Italia por los gritos que entraron por la ventana. Tiene casi treinta años y desde hace tiempo que se dejó la barba larga. R. es políglota: habla español, alemán, inglés y catalán. Vive en Barcelona desde hace años: estudió un máster y desde entonces se quedó. Trabaja como informático en una empresa de seguridad pero cuando le pregunto qué es lo que hace, me dice que prefiere los términos “desarrollador” o “innovador”. En su tiempo libre arma una aplicación con algunos colegas. Se enteró de que alguien en alguna parte del mundo creó una y le pagaron 45 mil euros. Léase: se enteró de que alguien en alguna parte del mundo creó algo que él sabe cómo hacer y al que le pagaron 45 mil euros. Sobre la mesa de la sala común hay un libro gordo, más alto que mi puño, sobre cómo programar para el sistema iOS.
B., enfermera de 23 años de edad, se ganó una beca para rotar en hospitales de Barcelona durante dos meses. Renunció a su trabajo estable y bien pago en Buenos Aires, vendió su auto, superó su pánico a los aviones y cruzó el océano, algo que sus colegas catalanas no pueden entender, porque conseguir y mantener un puesto de enfermera en Cataluña es muy difícil. Está bronceada, algo que no pasaba hace años. Le causa gracia que en esta parte del mundo se usen palabras como “mogollón”. Alquila un cuarto en el departamento de una madre y sus dos hijas de cuatro y ocho años. Para aliviar el gasto, a veces cuida a las chicas unas horas por semana y me dice entre risas que es muy raro cobrar por estar en su casa. Es la primera vez que está de este lado del Atlántico. Se la ve feliz.
L. va de entrevista a entrevista. Tiene 20 años, es mitad argentina y mitad brasilera, y está en Europa desde hace 18 meses. Sobrevivió siete del invierno de Estocolmo, donde vivió con su novio portugués y trabajó como asistente de cocina, pero dijo basta y volvió al calor de Barcelona. Fue a varias entrevistas, una de las cuales consistía en ir puerta por puerta a vender servicios de luz. Los amigos que tiene en la cuidad le dicen que no, ¡por favor no, L.! Que ellos también ya pasaron por esa etapa – la etapa EndeSa – como muchos otros, que aparentemente forma parte del rito de iniciación para conseguir trabajo en Barcelona. Hizo de moza dos días en un restorán pero renunció por explotación y maltrato; un sábado antedió en un local de sandalias pero no tenía suficientes clientes; la probaron en una crepería pero la experiencia fue decepcionante. Su español y su inglés después de Barcelona y de Suecia están impecables, pulidos, fluyen. Cuando toca la guitarra y canta en portugués, cierro los ojos y acompaño su voz con mi cabeza. Antes de volverse a Sudamérica, quiere animarse a tocar en la calle, dice: Para perder la vergüenza, tal vez, de tocar delante de la gente.
Después de viajar durante dos meses por Asia, I. volvió a Barcelona, ciudad que tiene como base desde hace años. Volvió con noventa euros en el bolsillo y nada más. Es argentina, tiene 26 años y juega al fútbol en un equipo catalán. Dos semanas después de volver, consiguió un trabajo temporal de nueve a seis en el call center de una aerolínea, donde gana más de 1000 euros por mes. Encontró un cuarto para alquilar pero las otras habitaciones del departamento están desocupadas, así que a veces es la encargada de mostrar la casa a los potenciales inquilinos.
G. es de las islas Canarias. Vive en un garage que transformó con sus propias manos en un monoambiente, ubicado sobre una colina, sin gastar más de 1200 euros en total. Muchas de las cosas que tiene en su casa las encontró en la calle, como los parlantes polvorientos con los que escuchamos reggae el domingo mientras hace el asado en una terraza destartalada cerca de los búnkers turísticos. Trabajar cuesta caro, dice mientras mastica la carne. Tiene 34 años y hace 12 vive en Barcelona, pero quiere seguir moviéndose. Vive de changas: subalquila habitaciones de departamentos que alquila y hace algunas cositas para la pastelería del barrio. En invierno va a las plazas con su bici y dos termos enormes y plateados que consiguió en la India amarrados a cada lado. En una vende chocolate caliente para los niños, y en la otra chai, para los padres. Está por sacar su primer CD de hip-hop/reggae después de cuatro años de preparación, está entusiasmado, solo falta el diseño de la portada, dice y sigue masticando.
Estoy pensando en venirme, dice S., me gustaría, al menos unos meses por año. Es argentino, tiene treinta y pico y en su viaje por Europa hace una parada inevitable por Barcelona. Es diseñador gráfico y profesor universitario pero se describe como “trabajador de la imagen”. Para no hacer el típico recorrido turístico y estar al pedo dos meses de viaje ideó dos planes: uno académico y el otro no tanto. El primer plan consiste en hacer una investigación comparativa sobre cómo son las clases de diseño en las universidades europeas y en las latinoamericanas: si las metodologías son parecidas, si las clases son caras, si son públicas, si los profesores pueden vivir de esa profesión. Recorre universidades y se reúne con profesores, directores, quien sea que pueda ayudarlo. Consiguió entrevistas después de mandar mails y mails meses antes de despegar desde Buenos Aires, y ahora está conociendo a los autores que él estudió y sobre los que daba clases: el creador de la tipografía Helvetica o un profesor de la Bauhaus. Su segundo plan es empapelar paredes con sus diseños: por ejemplo, uno de Maradona festejando los treinta años de la Mano de Dios. Dejó afiches en Londres, Madrid, Varsovia, Nápoles. En Barcelona nos invita a acompañarlo. Ropa de negro, zapatillas, outfit guerrillera eh! nos escribe. A las doce de la noche de un martes salimos por el barrio con un balde de engrudo, cuarenta afiches, dos brochas y una escoba vieja.
J. se va de vacaciones a Barcelona por primera vez. Viaja desde los Estados Unidos, donde vive y trabaja, y al aterrizar en el aeropuerto se pone a charlar con el miembro de una banda famosísima yanki. Consigue su contacto y lo invitan al recital como VIP. Durante la semana, come en los mejores restaurantes de la ciudad, viaja en taxi, le enseña a los cocineros del hotel en el que duerme cómo es que se preparan los caracoles. Almuerza mariscos y toma cava en un restorán frente a la playa horas antes de tomarse el vuelo que lo separa de Barcelona y se lamenta: I don’t want to work in New York! Allá no hay playas de agua salada.
T. se mete la camisa adentro del pantalón para trabajar. Se mudó a Barcelona hace unos meses y ahora trabaja en una start up que ya creció bastante así que tan start up no es. Va todos los días a la oficina en la torre Mapfre, uno de los pocos rascacielos de Barcelona donde para entrar necesita su tarjeta personal, en un piso alto desde donde se ve todo el panorama de la ciudad y del mar. Entra muy temprano y se va muy tarde porque en esta época la carrera es su prioridad. Está contento, esto es lo que quiere, está aprendiendo un montón. Durante el almuerzo, a veces, sale a navegar en hobbycat. En su escritorio hay un mate, un termo y una planta.