Me quedé sin casa.
De repente, llegó ese día que las tres sabíamos que existía pero que ninguna estaba dispuesta a imaginar. Hacer las valijas- limpiar baño, cuartos, cocina, comer cualquier cosa para que no sobre nada- y pum, finalmente, entregar las llaves.
Me parece que todo se dio por inercia, y si me quedo pensándolo, una parte de mí sigue perpleja.
Ahora vivo en casas que son temporales, efímeras: de todos y de nadie.
Pero la realidad es que, desde que empezamos a viajar, no tuve tiempo de pensar en París. Será que todavía me falta tomar perspectiva y dejar que el tiempo haga lo suyo. O quizás es que mi mente está totalmente dedicada a cada cosa que hago, a cada nuevo lugar que me recibe o a la gente que me rodea, y entonces, aún no pude frenar y caer en la cuenta de que mi próxima “casa” está en Buenos Aires.
Bueno, todo ese menjunje de ideas en algún momento encontrará su lugar, pero no ahora, ni acá. (¿Para qué?)
Viajar es intenso, siempre. Pero hablo de una intensidad lindísima, donde todo puede impactarnos, enseñarnos. La espontaneidad se vuelve una paradójica regla, y la mente está anestesiada, sumida en cada momento que se está atravesando.
Cómo me gusta viajar.
Llegamos a Ámsterdam sin expectativas. La despedida parisina incluyó una tormenta increíble- como nunca había visto antes, con granizo y todo- y la entrega del departamento nos habían dejado cansadas, emocional y físicamente (Sharola, ese día si llega juajua- risa malévola). Y tras nueve horas de bondi, llegamos.
Ahora, acá, empieza ESTO.
Esto que es diferente, pero que está teñido de todo lo que ya viví. Esto que no está apaciguado por expectativas; todo, cualquier cosa puede pasar.
Ahora viajo con una mochila de cosas que aprendí en París. Una mochila con errores cometidos, experiencias, papelones, y por sobre todo, sonrisas.
Ámsterdam, más allá de todo lo que la hace Ámsterdam (leáse los canales y los tulipanes, obvio), es una ciudad tan C•A•N•C•H•E•R•A. Esa palabra es la primera que se me viene a la cabeza, especialmente cuando pienso en el barrio Jordaan, cerquita de la casa de Anna Frank. Y los holandeses la rompen. Los adjetivos no son los más expresivos ni en pedo, ¡pero no sé de qué otra forma decirlo! Todos parecen muy relajados, al nivel de que te están por atropellar con su bicicleta y está todo bien. O de que te tirás en el Vondelpark y están todos con amigos, haciendo una especie de asado express con una plancha de aluminio o fumándose algo (lo que sea). Además los hombres miden todos dos metros (unos bombones todos, TODOS).
Y ahora estoy sentada en el tren.
Ahora estoy por tomarme el palo. Ahora me estoy yendo sola a Munich.
Linda, valiente, loca!