Munich para mí tuvo un significado y un valor incluso antes de conocerla. Desde hace meses que supe que allí iba a llegar sola. No sé por qué la elegí, pero una vez que me la puse en la cabeza, no hubo vuelta atrás. Y tenía muy en claro que a Buenos Aires no iba a volver sin antes haber hecho algún destino sola.
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Munich es como un trapecista que camina sigilosamente sobre una cuerda, intentando no caer.
Se mueve sobre un mar de ambivalencias, entre los vestigios de lo que fue y las semillas de lo que podría llegar a convertirse.
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Llegué después de diez horas de viaje, que incluyeron dos trenes y un bondi. Y la verdad es que estaba bastante hecha percha. La cuestión es que no sé cómo terminé en el tour que hacía un recorrido “diferente”, según los guías. La cuestión era que había llegado hace tres horas y estaba en un tren camino a Dachau, el campo de concentración nazi. Conmigo venía un argentino, hijo de un sobreviviente de Auschwitz. No estaba satisfecho con Munich, y mucho menos después de ver Berlín, que está inundada de memoriales y es un recuerdo constante de lo que pasó, de lo que no tiene que volver a pasar. Berlín abre las heridas y a la vez, demuestra que es mucho más que su pasado. Quizás todo eso es justamente por el reconocimiento que hace.
Campo de concentración nazi, DachauMunich, en cambio, es más discreta y conservadora. Personifica ese espíritu germánico que se reflejó en las tantas personas que vi vestidas con la ropa folclórica: bermudas de cuero, medias blancas hasta la rodilla, chaleco de terciopelo verde y un sombrero del mismo color. De algún modo, el verlos con esa ropa me transportaba a otra época, o al menos me hacía sentir que no estaba en una ciudad abierta a todo.
Pero mi día no terminó ahí.
Y Munich no deja de ser una ciudad alemana. Es parte del país que más rápido se levantó cuando otros seguían frustrados en el intento, y es por ello que hoy es el pulmón de todo un continente.
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¿Cómo explicar que a tan solo metros de una avenida, la gente puede hacer surf? ¿O que puedo flotar sobre un canal y dejar mis cosas tiradas, sin que me pase nada?
Hay un parque, llamado Englischen Garten, que muestra la otra cara de Munich. Cada uno es y hace lo que quiere, sin miradas prejuiciosas, sin prohibiciones.
Esta fue sin dudas la parte de Munich que más me gustó y en donde más disfruté de la soledad. Me tiré en el pasto sin ganas de leer ni escribir. Estaba totalmente desconectada y en realidad eso es lo que me gusta de estar tan lejos y sola. Uno tiene la costumbre de generarse problemas o de dedicarle mucho tiempo a lo que piensa el resto, y ninguna de las dos cosas tiene sentido. Eso me llevó a casa, o al menos la intención de que sea así.
Escuché música, feliz, y miré lo tanto que pasaba a mi alrededor. Desde hombres en bolas relajadísimos como si fuese lo más natural del mundo (aunque paradójicamente, lo es), hasta gente jugando al fútbol, parejas enredadas como si estuviesen puertas adentro, grupos de pendejos tomando como si la fiesta fuese ahí, en la plaza. Pero es que claro, la fiesta estaba ahí, si aquel lugar vibraba.
Después, camino al hostel, llegué a otra placita, Hofgarten, donde vi muchas parejas bailando tango y me emocionó; simplemente no me esperaba encontrarme con algo así. Lo bailaban con tanto respeto, porque todo el resto podía esperar. Ahí, en ese momento, no importaba más que dejarse llevar por los movimientos del otro.
Y entonces Munich también, de a poco, empuja para otro lado. Hace cosas que no necesitan ser explicadas, cosas locas. No hay que buscarle un sentido a todo. Quizás Munich es una ciudad a la que no se le debe poner un rótulo, como “conservadora” o “innovadora”. Es lo que es: una mezcla dulce, indescifrable. Pero yo siempre volveré a ella como la ciudad a la que viajé sola por primera vez…