Camino y el rumbo concreto se va vislumbrando con cada paso que doy. Me bajé en otra estación, pero qué importa, si estoy sola. Quizás mañana también sea así. So-la. Sola por primera vez en mi vida. Atravieso lo que pareciera ser el Once parisino (es tan de argentina querer encontrar un poco de mi país en cada lugar, aún cuando no tengan nada que ver). Esquivo esquinas disfrazadas de telas gritonas, desesperadas. Pero entre ese bullicio visual, mi mente se tranquiliza gracias al tema que escucho: Dos, cero uno transas, y me siento libre.
Leo un cartel y finalmente encuentro mi destino: la Madeleine. Un punto tan turístico, que no tiene ningún significado especial para mí, pero me parece loco que cuando uno recorre, aparecen rincones llenos de magia que uno se apropia (hasta ahora, decreté que el Sena es todo mío, já!). Ahora sí siento que esto recién empieza y que soy dueña de lo que puede llegar a pasar. Sé también que mi propia cabeza puede encarcelar aquella libertad. Camino y pienso. Camino y freno. Como una máquina que da vueltas y vueltas, reflexiono sobre lo que estoy viviendo. Y en las inseguridades, o ansiedades. Ansiedades que van de un lado para el otro, especialmente cuando recuerdo que esto recién empieza. Es tan loco el hecho de que, ante esta cadena de pensamientos, lo mejor en definitiva es no pensar. Respirar hondo y cortar con una tijera esos hilos que se amontonan hasta que devienen en nudos.
Estar en cada momento y lugar. Mi cabeza baila, ahora, con Loving Cup. Mis hombros se mueven con ella, y así, a lo lejos, veo aquel templo romano
disfrazado de iglesia católica. Me siento al lado de las palomas, aunque las odio. Me siento en una esquina e intento perderme en las columnas. No me busques. Ya me fui.
