“Mousse del Piltri” o “Calafate con leche de oveja”. Mi cabeza estaba ahí, en Jauja, decidiendo qué gusto de helado insólito compraría y si me alcanzaba para pagar en efectivo o si tenía que pelar la tarjeta de débito. ¿Un kilo es poco?
Sonó el teléfono, la pantalla delató al emisor, y dejé que el heladero decidiera por su cuenta. “Ah, ¿en serio? ¿Quedé para el puesto? ¡Qué emoción, qué orgullo!” Seguido por un intercambio de palabras cordial, confuso, inesperado. Creo que ni llegué a preguntar cuándo tendría que empezar o cuál sería mi nuevo sueldo, pero una parte de mi cerebro seguía adentro de la heladería y yo ya estaba diciendo que sí, que era una oportunidad que no podía dejar pasar. No sé si fue el frío o qué, pero contesté como un reflejo, totalmente ajeno a la razón. No me arrepiento.
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“Síndrome Millennial”. Quizás es una excusa, o parte de la tendencia de justificar todo con los nuevos estereotipos humanos (si no sos de la Generación X, sos inmigrante digital), pero es verdad que los hábitos cambiaron y hoy rotamos de trabajo con una frecuencia mayor, y será porque tenemos más opciones, más libertades – y en algunos casos, posibilidades-. ¿Seis meses duré? Casi, apenas; los veo mientras están cerrándome la puerta en la cara. Me parece que estoy redefiniendo esos parámetros.
Varias veces escuché: “Cuidado con lo que pedís por si se cumple” (podría ser también el comienzo cliché de un film estadounidense de amor en la Big City). Pero es verdad, concuerdo con esa premisa, entonces les advierto: pidan bien, con detalles, escuchando lo que realmente anhelan. Semanas antes caminaba con mi hermana y mientras miraba las piedritas de ladrillo que iba pisando, intentaba darle los mejores argumentos de por qué me veía – antes de que termine el 2016, antes de mediados del 2017 – cambiando de laburo. Qué necesito aprender, cómo. Qué me gusta, por qué. A dónde quiero ir, o al menos dónde creo que quisiera. Aunque no tenga estas respuestas, supongo que me empuja la cuestión de dónde creo que las puedo encontrar.
Pero mucho de lo que hablamos ese día quedó ahí; tan solo un vestigio que no tuvo tiempo de convertirse en eco, que permaneció solo en mi cabeza. Pero a los pocos días, saliendo de una reunión, la pantalla de mi celular se iluminó con un número X.
“Hola, te llamo para coordinar una entrevista para ….” ¿¡QUÉ!? Así, en un minuto perdido del cosmos, me llamaron para un nuevo puesto. Me sorprendí porque no entiendo cómo funciona el mundo; me impresiona la oportunidad de cambio, la capacidad de que las cosas caminen y sucedan solas. No sé si es algo que nosotros hacemos o si es tan solo el movimiento loco de las cosas que desembocan en hechos así, casi invocados.
Casualidad, causalidad, magia, o ninguna de las anteriores. Yo sí creo que hay un motivo detrás de todo, y que cuando algo ocurre, algo tengo que hacer al respecto. Ni siquiera había mandado mi CV a esa búsqueda, pero me llamaron, y nunca supe cómo llegó. Tampoco me importa.
Admito que tomar la decisión me partió la cabeza. Mi cabeza, borracha, perdida, era un trompo que no dejaba de girar. Trataba de enumerar mentalmente los pros y contras de cada lado pero se me congelaban las neuronas en el proceso. Apenas balbuceaba una respuesta semi coherente. Hubo un bache de horas de un viernes de julio en las que aún podía arrepentirme; nunca me sentí tan indecisa como en esa tregua del tiempo. Pero volví a mi casa, hablé con dos personas que admiro mucho (mi viejo y mi cuñado), más un tinto salvador, y después de eso no tenía que seguir indagando más.
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Acá estoy. Trabajo nuevo. Oficina nueva. Primer día: ¿llevo tupper o compro, por las dudas?
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Millennial, indecisa, impulsiva, incoherente o quizás no tanto. Da igual: una vez que la respuesta cae, no hay vuelta atrás.